La mortal amenaza del “coronavirus” que llegó desde la China, nos obligó a permanecer enclaustrados. Aprendimos a manejar el concepto de “cuarentena”, a respetar toques de queda y al uso permanente de mascarillas, como una manera de prevenir o evitar los contagios. De una u otra manera, hemos dado un giro totalmente desconocido en nuestra vida diaria, acciones generadas todas por la condición de encierro.
Pero –a decir verdad- las pandemias no son cosa nueva. El mundo las conoce desde hace cientos de años. Basta con referir a la peste bubónica, conocida también como “peste negra”, que entre 1347 y 1353, mató a un tercio de la población de Europa. Provocada por la picada de la pulga que parasita en los ratones, fue la pandemia más devastadora que ha conocido la humanidad, con un saldo doloroso de 25 millones de muertes.
El mismo mal volvió a afectar al mundo a fines del siglo XIX. Y esta vez, la pandemia se origina en la China. Fue el año 1893 en Yunnam, en la China meridional. Desde ese valle una caravana de comerciantes la lleva hasta Kuang-Si. En poco tiempo bajó por vía fluvial hasta Cantón, dejando una secuela de 100 mil muertes. En 1894 llega al puerto de Hong Kong y provoca 3.500 muertes en un solo mes. Desde Hong Kong –a bordo de juncos chinos, pasa a la isla de Formosa (hoy “Taiwán”), el año 1896 y desde allí, se propaga a la India donde las estadísticas hablaban de millones de fallecidos.
Desde Europa, dolida aún por los efectos de la pandemia en la Edad Media, se enviaron profesionales para proponer medidas de profilaxis y contener el avance de la mortal “peste negra”. Y aunque los resultados fueron mínimos, los efectos fueron muy inferiores en las estadísticas. Las muertes ya no fueron por millones, pero generaron preocupación a nivel mundial. Las informaciones señalaban que el año 1900, no había lugar en el planeta que estuviera a salvo de la “peste negra”
Pero llegó a Chile.
En el puerto de Iquique, en mayo de 1903, fondea el vapor “Columbia”, bautizado como “El barco maldito”. La nave había zarpado desde El Callao, puerto peruano afectado ya por la “peste negra” con preocupantes cifras. En el histórico puerto, el carretonero Juan Astudillo la contrae y se propaga por todo el puerto. Mata cientos de personas, incluyendo una gran cantidad de niños. Es tal el nivel de contagio que la peste negra mata conejos y cuyes, criados en los patios iquiqueños.
Pero la amenaza de la peste bubónica o la “peste negra”, siempre llegó por el mar. Los iquiqueños culpaban también al vapor “Arequipa”, que fondeó en esas aguas el 13 de mayo de 1903. Se responsabilizaba también a los vapores “Santiago” y “Limarí”, que habrían zarpado desde El Callao a Iquique a mediados de mayo, suponiendo que ambas naves habrían recibido el contagio desde tierra, de los tripulantes o los trabajadores marítimos.
Y fue por el mar que la peste bubónica llegó hasta Valparaíso, propagándose por todo el territorio nacional, que veía cómo un mal llegado desde el Viejo Mundo, diezmaba la población chilena.
El mismo año 1903, se expande el mal por los puertos del norte de Chile. Pisagua, Mejillones y Taltal se ven afectados por la epidemia. Especial mirada merece lo sucedido en Tocopilla, pues la mitad de la población de ese puerto –pretendiendo huir para evitar el contagio- migra hacia las salitreras del Cantón Toco. Sucedió lo esperado: la peste bubónica afectó a los pampinos, que murieron sin recibir atención médica. Hasta el día de hoy, existe, en medio del desierto un cementerio destinado solamente a los “pestosos” de la época.
Hasta que la peste bubónica llega a Antofagasta, donde deja sentir sus dolorosos efectos en la ciudad. Las autoridades tomaron las medidas pertinentes, pero los efectos del mal diezmaron la naciente población. Pero otro mal se sumaba a la temida “peste negra”: “la viruela”, epidemia que también hace estragos y deja a miles de “borrados” de todas las edades. Se conocía como “borrados” a los sobrevivientes de la enfermedad, quienes quedaban con huellas en su rostro después de romperse las erupciones de la piel.
Y la guinda de la torta: por allá por los años 30, aparece el tifus exantemático, transmitido por los piojos, parásitos que eran huéspedes frecuentes de los chilenos.
Cabe dejar establecido que las condiciones higiénicas urbanas eran deplorables a comienzos del siglo XX. Una ciudad sin alcantarillado, disponía de servicios “abrómicos”, modalidad de retiro de los excrementos desde las viviendas, mediante el empleo de barriles, que eran retirados por una empresa de servicios, que operaba por las noches. El suministro de agua potable era bastante precario y la disposición de las basuras estaba lejos de ser un servicio eficiente e higiénico. En pocas palabras, la ciudad tenía las condiciones propicias para que proliferaran esas epidemias.
Para abordar estos casos clínicos tan severos y contagiosos, se crean lazaretos, donde se internaba a los enfermos, proveyéndoles aquellos tratamientos que –para la época- se consideraba apropiados, aunque los resultados no impidieron un elevado número de fallecidos. Más aún: en Antofagasta se crea el Cementerio de los Pestosos, cerca de las canteras Rosales y Lavín, en el sector alto de la ciudad (Hoy, población Matta).
Pero eso no era todo. A estos males, se sumaron el cólera, que dejó también dolorosas secuelas de muertos, al igual que la temida fiebre amarilla, con numerosas víctimas en el Norte del territorio chileno.
Para cerrar esta nota, vale referir que en su edición del 14 de febrero de 1930, “El Mercurio” de Antofagasta, publicaba un aviso que ofrecía recompensa en dinero por ratones atrapados. En el mismo, se informaba de la incineración de los cadáveres de los fallecidos en el lazareto, a consecuencias de la “peste negra” o Peste Bubónica.
Como vemos, las epidemias o pandemias no nos han sido ajenas. Y han sido superadas con el compromiso de los ciudadanos, en términos de respetar la cuarentena, el aislamiento y las recomendaciones sobre normas de higiene.
Hoy, la experiencia recomienda hacer lo mismo que hicimos hace un siglo, comenzando por el más simple de los procedimientos: lavarse cuidadosamente las manos.
Jaime N. Alvarado García